
Ginnevra Evans tomó el carruaje que la llevaría lejos de Londres.
Ubicó un par de cacharros, de gran valor cabe recalcar (únicos para ella) y poco agradables a la vista de cualquier mortal, en el interior de un ornamentado y gótico baúl.
Sonrió al cochero y el brillo de sus labios rojos color sangre, producidos por esta misma, brillaron en las pupilas oscuras del inservible hombre.
Ginnevra permitió que la mano de este a quien nos referimos rozara con la suya en un corto instante, al momento de ingresar dentro del oscuro medio.
El hombre levantó el baúl en su mayor intento por dejar cualquier objeto intacto y desafortunadamente la campanada del gran reloj de la plaza del pueblo resonó más que nunca en sus oídos, lo que provoco el susto y con este, una sinfonía de cristales rotos y porcelanas hechas trizas.
-¡¿Qué fue eso?!- exclamó Ginnevra.
-Señorita…Y..Yo…-el hombre sabía lo que sucedería a continuación.
Ginnevra enfureció a tal punto que sus ojos habían cambiado el tono esmeralda que poseía por un rojo escarlata perfecto.
Sostuvo al que ahora lucia como un pequeño hombrecillo por su garganta y se acerco a esta en un parpadear que ni tal hombre pudo cometer.
Sus colmillos se fijaron en la carne y succionó la sangre gozando cada segundo del banquete.
Terminada la cena, arrastró el baúl hasta el interior del castillo. Contempló por un momento como los cuervos se acercaban hasta el cadáver y agregó otra razón por la cual debía partir de Londres de inmediato.
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